ESCRIBIR CUANDO ESTÁS TRISTE.

Os voy a contar un pequeño secreto, acercáos: odio agosto. Lo odio con todo mi corazón, como los gatos odian a todo lo que se mueve, como Voldemort odia a Harry y el actor secundario Bob odia a Bart. No me gusta. Nada. Si pudiera pulsar un botón eliminar agosto del calendario, así, PUM, de julio a septiembre y en medio nada, lo haría. Sé que todas esas personas que solo tienen vacaciones durante el octavo mes estarán mirando a la pantalla con un gesto de desconfianza. ¡Pero si es mi mes de vacaciones!, diréis. ¿Por qué odias un mes tan hermoso?

Y lo cierto es que no tengo una razón objetiva que pueda hacerte asentir y darme la razón. Los motivos de mi odio a este mes son puramente subjetivos y personales. Soy consciente de que nada de lo que diga contra agosto va a convenceros de uniros a mi bando. Por ahora, me basta con que me creáis. No me gusta agosto porque en agosto suelo estar triste. Aunque no me haya pasado nada en concreto. El octavo mes siempre me lo paso un poco más nostálgico de lo normal, más triste. Sabéis a lo que me refiero, ¿no? Triste, sentirse miserable sin saber muy bien por qué. Probablemente el problema lo tenga yo, y no el pobre agosto, pero no he venido aquí hablar de por qué estoy triste en agosto.

He venido a hablar de escribir cuando estás triste.

Porque no sé si a ti te pasa, pero cuando estoy triste soy incapaz de escribir. Aunque me obligue a mí mismo a pegar el culo a la silla y trabajar con algo, no puedo centrarme del todo. No puedo escribir una línea sin pensar que es una basura, ni leer el proyecto sin ganas de tirar todo el portátil a la basura. Oh, ¿y sabes esto que dicen que escribir tiene que disfrutarse? Pues no, nada de eso. No disfruto. Cuando estoy triste, escribir se me hace terriblemente cuesta arriba, porque es como enfrentarme contra mí mismo, y no me suele gustar lo que veo. ¿Cómo narices escribo así?

Mi yo del pasado, a finales de junio, había preparado una larga lista de proyectos que tenía que sacar adelante durante el verano. Los tengo aquí delante, en el corcho delante de mi escritorio, mientras escribo esto, y me entra la risa. No eran pocos proyectos. Todos ellos perfectamente podrían llevarme medio año. Pero con esa explosión de confianza en ti mismo que te generan los exámenes aprobados y el tiempo libre, entonces todo lo veía posible. Pero claro, agosto, y estar triste. He acabado 0 de los proyectos que tenía preparados para este verano. Algunos son bastante urgentes, en otros tenía mucha ilusión y esperanzas puestas, y ha sido bastante deprimente ver cómo iban pasando los días del mes y yo no encontraba las ganas para ponerme a trabajar. Ni las ganas, ni la concentración. Lo que sí encontraba era desesperanza. Esto de estar escribiendo algo y preguntarte: ¿para que? Si esto no lo va a leer nunca nadie, si es una mierda. Si no tengo el talento, ni la constancia, ni las capacidades, ¿para qué molestarse? Tanto trabajo, y tanto esfuerzo, ¿para qué? 

Porque esa es otra: de pronto me sentía tonto. Tonto en plan, no estoy intelectualmente capacitado para hablar de esto. Y eso sí que era una sorpresa, porque yo siempre he tenido mucha confianza en mis capacidades intelectuales, y más en lo que a las letras se refiere. Pero cuando tu cabeza decide algo a expensas de tus opiniones, poca cosa puedes hacer al respecto. De un día para otro yo era tonto, y no podía hablar de nada sin cagarla.

Y luego está el tema de las comparaciones. Qué horrible es compararte con los demás, Dios mío. Y qué inútil. Pero en la soledad de mis días sin nada que hacer yo no podía evitar pensar que fulanito acababa de sacar un libro, y a menganita le acababan de dar un premio, y no sé quién escribía no sé cuantas palabras al día. Y mi cabeza, que a veces es un poco cabrona, no paraba de decirme que mira esta gente qué bien lo hace y mírate a ti, ahí tirado en el sofá, mirando fotos en Instagram de gente que es más feliz que tú. 

Así que mi día consistía básicamente en levantarme temprano, cuando mi cabeza decidía que era hora de dejar de dormir, desayunar poco, porque me daban náuseas y… ya está. Hacer cosas durante el día que no implicasen un esfuerzo intelectual significativo, esperar a que llegase la noche y ponerme a dormir. Sintiéndome miserable porque, otra vez, no había escrito nada. Porque claro, yo me obligaba a sentarme a escribir algo, y al ver que no era capaz o no me salía nada decente, me sentía peor. Y es un círculo vicioso muy jodido de sentirte miserable porque no haces nada y no hacer nada porque te sientes miserable. 

Así que hagamos la suma: 

Así que un día dejé de forzarme. Me dije a mí mismo que si no tenía ganas de escribir, no escribiese. Y si las ganas no me volvían nunca… pues bueno, ese problema de identidad sería de mi yo del futuro. Empecé a salir con amigos, a leer libros que me apetecía leer, a ver series que me apetecieran ver. Y a salir otra vez. Dios, este verano he sido el alma de la fiesta. Hasta pillé una faringitis por pasarme cuatro días gritando como un descosido en las verbenas. Era consciente de que salía para no pensar en lo miserable que me sentía, y no estaba seguro de hasta qué punto eso era saludable para mí. Pero bueno, de lo de hacer cosas que no son del todo buenas para nosotros y aún así hacerlas, ya hablamos otro día. 

La cuestión es que los días fueron pasando, y yo me fui sintiendo mejor. Conforme se fue acercando septiembre, la idea de escribir no me repelía tanto y yo no me sentía tan miserable. Poco a poco, escribir no me sonaba tanto a «tienes que ser productivo para sentirte mejor» y me sonaba más a «tengo una historia que quiero contar». Me di cuenta de que cuando empecé a perdonarme a mí mismo por mis sentimientos y a darme tiempo para descansar, el deseo de escribir, la ilusión y las esperanzas volvieron solas. Empecé a escribir reseñas para el blog y terminé un relato. Empecé a hacer planes, de nuevo, y a emocionarme con ellos. 

No escribo esto para regodearme en mi tristeza y que vengáis a sentir lástima y a mandarme abrazos virtuales. Lo escribo porque creo que es importante hablar de esto. No pasa nada si dejamos de escribir, un mes, o dos, o para siempre. Lo importante es estar bien. Me di cuenta de que yo me estaba exigiendo demasiado a mí mismo, después de haber pasado un año trabajando, estudiando y escribiendo a destajo. Tenía que darme tiempo para llorar, dejar algunos proyectos en barbecho, dejar que las cosas fueran solas y recuperar la ilusión, la esperanza y el placer de escribir. De otra manera, no tiene sentido. 

Porque escribir es jodido. Joder, jodídisimo. Hacerte un hueco en la industria, el marketing, las palabras diarias que nunca ven la luz, los rechazos, las críticas, las horas que parecen tiradas a la basura, el sentimiento de que nunca, nunca avanzas por mucho que trabajes, la sensación de que no vales para esto, percibir tus victorias como algo diminuto y tus fracasos como algo gigantesco, ver que el resto de personas va hacia delante y confirmar que tú, por ser tú, nunca lo conseguirás. Y podría seguir. Pero nadie nos obliga a dedicarnos a esto, salvo nosotros mismos. ¿Qué sentido tiene escribir, si no lo disfrutas, si nos hace daño? 

Es cierto eso de que tienes que escribir todos los días, de que tienes que forzarte y crear un hábito. Pero no a costa de tu salud mental. Si sientes que no puedes, no escribas. Date tiempo, descansa, lee, sal, ve al cine, llora. Perdónate, compréndete y date tiempo. Pide ayuda, si lo necesitas. Las ganas de escribir volverán solas. Y si no vuelven, no pasa nada: te sentirás mejor porque habrás dejado ir algo que te hacía daño, y encontrarás nuevas cosas con las que emocionarte. Seguro. 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Con la tecnología de Blogger

Eduardo Norte ©